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Vivir en La Tierra

Nos gustó el planeta y decidimos quedarnos

El vampiro

Abr 6, 2020
Imagen: unsplash.com

En una época en la que mezclamos cuarentena y vacaciones en algunos casos, ¿Por qué no leer un poco más? En Vivir en La Tierra abogamos por la lectura, de modo que iremos dejando algunos relatos y poemas originales, para amenizaros el confinamiento.

Forrexter

El vampiro tomó asiento al final del autobús. Era un vehículo largo, de la línea 70, que cubre el recorrido entre la Plaza de Castilla y el centro comercial de Las Rosas en Madrid. El monstruo se parapetó detrás de sus gafas de sol de piloto, quizá un poco grandes para su estructura ósea, y observó.

Era consciente de que, por la hora, nadie se imaginaría quién era o lo que era. Es más, no lo imaginarían ni aunque hubieran sido las doce de la noche, ya que en la época actual, nadie creía en seres como él o en que éstos morasen más allá de las páginas de los libros o películas. ¡Tanto mejor! Eso le dejaba una libertad de maniobra que, de otro modo, no habría tenido. No se imaginaba obteniendo su sustento en la Edad Media, con una multitud enfebrecida persiguiéndole con teas y palos. Sin duda, el siglo XXI le proporcionaba muchos medios maravillosos para pasar desapercibido; ventajas que, si uno sabía aprovechar, le garantizaban una existencia cómoda y relajada que podría llevarle a vivir unos cuantos cientos de años más.

Por una parte, estaba ese fenómeno de cambio climático sobre el que nadie se ponía de acuerdo. Sí, días como aquel, que cada vez eran más frecuentes, en los que el sol no salía y no dejaba de llover, le facilitaban un despertar temprano: antes de las seis de la tarde, que le daba la oportunidad de utilizar el transporte público a horas en las que iba plagado de gente. Era estupendo. A ojos de los demás él era un anciano flaco y algo estrambótico, vestido con ropas un poco más grandes de lo que correspondía a su talla; con una palidez que denotaba algún tipo de enfermedad… y nunca reparaban en sus uñas largas y oscuras, como forjadas en acero, tan típicas de los suyos. Nadie le miraba más allá de dos segundos completos, sorprendidos por su aspecto algo extraño. Nadie intuía nada. Nadie sabía nada.

Por otro lado, estaban las bibliotecas… en días como ese incluso tenía la oportunidad de visitarlas, de leer y documentarse acerca de la época en la que estaba inmerso. ¡Había tanto material que hasta para un ser tan longevo como él, tan –en cierto modo- anclado en el pasado con fuertes lazos, resultaba sencillo aclimatarse a todos los usos y costumbres de la época!

Imagen: unsplash.com

Y, por último, se beneficiaba de la falta de fe. La ignorancia, por así decirlo. Le llamaba la atención sobremanera el hecho de que en un periodo de tiempo muchísimo más ilustrado que otros en los que había vivido, había también enormes lagunas, quizá más peligrosas que la falta de formación que caracterizaba a los pueblos en el pasado. Por eso había decidido instalarse en una gran ciudad. Por eso había optado por Madrid. Porque nadie se fijaba en quien llevaba sentado al lado. Eso no habría sucedido en, por ejemplo, una aldea africana; no habría pasado en ningún pequeño pueblo rumano; no habría podido vivir en ninguna comarca rural china… en cualquiera de esos emplazamientos lo hubieran descubierto enseguida. Seguramente a los pocos días de haberse instalado en ellos se hubiera encontrado con una estaca de madera clavada en el corazón y la boca llena de ajos.

Y eso sin haber tomado siquiera ni una gota de sangre puesto que, en contra de la mayor parte de las creencias ésta no era necesaria realmente. Sin embargo, en ese tipo de asentamientos urbanos más pequeños lo sabían. No ignoraban que el verdadero poder del vampiro no consistía en la capacidad de absorber la sangre de los vivos. ¡Desde luego que podía hacerse y, en ocasiones, era delicioso! Pero ni era el método más utilizado para alimentarse, ni el más efectivo, ni –desde luego que no- el más satisfactorio.

La chica

El 70 realizaba su recorrido despacio por las calles llenas de charcos. El agua repiqueteaba en el cristal, con un ritmo incesante, casi hipnótico ya que no dejaba de llover. Eran las siete de la tarde, hora punta y se notaba. El vehículo avanzaba abarrotado por Arturo Soria, mientras la chica se preguntaba qué era exactamente lo que tenía de extraño el hombre que estaba sentado frente a ella.

No podía explicarlo con palabras. Era una sensación, nada concreto, que iba más allá del aspecto de ‘viejo chiflado’ de él. No eran sólo sus uñas, largas y amoratadas, o su palidez, o el atuendo, demasiado suelto, demasiado holgado para un individuo de su complexión física; no era ni tan siquiera el hecho de que no se hubiera despojado de sus gafas de sol de piloto –también algo excesivas- a pesar de que casi no había luz natural. No, nada de eso hubiera importado en otra ocasión, puesto que en Madrid nadie se fijaba en nadie -ni en su ropa, ni en su aspecto- a no ser que pasase algo que forzara a hacerlo.

Imagen: unsplash.com

Y había sucedido. Ella no era diferente del resto. De hecho, muchas veces se sorprendía a sí misma por el grado de indiferencia que podía llegar a mostrar por cuantos la rodeaban en la capital. Pero todo el mundo actuaba igual; no servía de nada preocuparse. Sin embargo, allí estaba, sin poder quitarle los ojos de encima a ese desconocido, mientras un -apenas perceptible primero y más agudo después- sentimiento de repulsión comenzaba a extenderse por todo su cuerpo; una especie de náusea provocada, precisamente, por esa persona.

Y algo más. Inexplicablemente, parecía como si de pronto, al reparar en la presencia de aquel hombre, el corazón se le hubiera encogido, se hubiera retraído, y cualquier sentimiento feliz la abandonara. Sentía un enorme desasosiego, una tristeza imprevista que parecía ser compartida por todos los que viajaban allí puesto que –y eso era lo más extraño- el autobús al completo hacía mucho rato que había enmudecido y se apreciaban miradas preocupadas y tristes por doquier.

Pero el desconocido permanecía impasible en su asiento. Fuera lo que fuera lo que ocurría, a él no parecía afectarle. ¿Era descabellado pensar que lo provocaba él o que de algún modo estaba relacionado con el estado de ánimo general? La muchacha no lo sabía.

Fin de trayecto

El autobús se detuvo al final del trayecto y los pasajeros que todavía quedaban en su interior empezaron a abandonarlo. A la izquierda, sobre sus cabezas, resplandecía el luminoso del centro comercial, pero ninguno reparó en las letras brillantes. Todos se iban despacio, absortos en sus propias cavilaciones que, en general, giraban alrededor de los problemas e inquietudes que los acosaran en ese momento. Ninguna sonrisa, ninguna expresión feliz. Tanto los que quedaban como los que habían abandonado el transporte público con anterioridad, se dirigían a sus destinos preguntándose cómo había podido estropearse un día que, en algunos casos, había comenzado bien. Todos se interrogaban sobre esa sensación fría, como una especie de niebla, que había anidado en sus almas.

El vampiro fue el último en salir del autobús. En su rostro, debajo de las gafas oscuras, podía adivinarse un ligero resplandor de satisfacción, porque estaba satisfecho. Caminando entre la multitud, se dirigió al centro comercial sin prisa, recreándose en el trayecto y en los rostros de los que se cruzaba. En un momento determinado, levantó la vista hacia el luminoso y su sonrisa se hizo más amplia, casi lobuna, cuando las letras del mismo se apagaron.

Por VELT

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